Peligro de arremeter contra tu yugular
Allí estábamos ambas, Albileen y yo, en la cocina de una casa humilde de los años 60. Una a cada lado de la mesa esperando la llegada de Minny. Mi trato con aquella mujer hasta ese momento había sido breve pero más qeu suficiente como para saber que había que tener cuidado con ella. Mejor no hacerla rabiar.
La verdad es que la esperaba con ansia, aunque no estaba segura de si accedería finalmente a la entrevista. Albileen estaba junto a la puerta y yo frente a ella por lo que mi nerviosismo aumentó de 80 a 300 en el segundo que Minny entró como un torbellino a la casa, cerró la puerta de un portazo y se presentó con su característico ceño fruncido y sus brazos cruzados. Me dejó anonadada.
Sabiendo que esta mujer tenía la facilidad para mirar por encima del hombro a aquellos que estaban situados económicamente en una posición más elevada que ella, intenté vestirme de lo más común. Un vestido sencillo, de campo. Aunque tal vez debí haberme quitado el colgante, pues lo primero que hizo antes de comenzar a hablar fue mirarme al cuello como si se tratase de una fiera o un vampiro tal vez, a punto de lanzarse a mi yugular. Por eso tal vez, nada mñas comenzar a hablar, me mencionó a Albileen como "esta". Entonces dijo a regañadientes, lo cual no me sorprendió en absoluto, que accedía a ser entrevistada dejando claro que "lo que tenemos entre manos no es un juego".
Así pues, me ordenó que me sentase frente a ella. "Necesito verla bien todo el tiempo", fue lo que dijo. La obedecí sumisa, como para no hacerlo, aunque al mismo tiempo algo perturbada. Tragué saliva. En ese momento me sentí como una intrusa, acorralada, amarrada a una silla por cuerdas invisibles. No os podéis hacer a la idea de lo intensa que era la mirada de esa mujer. Se adueñaba del oxígeno de toda la sala y te hacía sentir diminuta.
En realidad la imagen debía de ser algo cómica, al menos desde los ojos de Albileen, que contemplaba la escena tras la mesa. Una blancucha como yo mirando como una niña a toda una señora negra. ¡Qué ironía!
Entonces, se sentó sobre la mesa con su postura recta y permanente para sembrar tensión. No estoy segura de cuál fue mi cara en ese momento, pero mis sentimientos internos iban desde el miedo, la confusión y la sorpresa hasta la admiración y el orgullo. Se produjo un silencio de varios segundos en los que me mantuve totalmente absorte en mis pensamientos. Mi libro iba a ser mucho más valioso con la entrevista de esta gran mujer. Pero rápidamente me sacó de mis cavilaciones y desconcertándome me preguntó si era ella quien debía hacer las preguntas. Siempre me lo había dicho mi madre: "Céntrate, que estás volviendo a Marte".
Bajé al mundo real y le pregunté por su lugar de nacimiento. La respuesta me sorprendió. No creo que Minny se diese cuenta, en realidad estoy segura de que no, pero me hizo gracia. Era un registro nuevo el que me mostraba. Su respuesta sonó muy natural, pueblerina, más relajada. Tal vez podría decirse que se creó una grieta en ese muro que me separaba de ella. De no ser así no podría llegar a conocerla, comprender su historia para añadirla a mi libro: "Sony, Mississippi, en el sofá de mi bisabuela".
2015
Volver a volver
Una casa sobre cimientos sensibles y muros sin armar de la que siempre quise huir cansado de ordenar los distintos escombros en los que se transformaba con cada pequeña sacudida. Sacudidas de un viento frío que incendiaba las vigas de papel de fumar.
Tuve que marchar en busca de un aire cálido que calmase mis sofocos y cicatrizase mis heridas en una ciudad más contaminada. Me dejé al azar de sus calles deambulando perdido de noche hasta encontrarme. Y me descubrí en un laberinto de espejos que reflejaban proyecciones de mí mismo que había dejado atrás. Quise romper algunos de ellos y pintar amapolas sobre otros.
Me enfrentaba a Autoestima, también a Silencio, cuando una llamada heló mis sentidos. Como el estruendo del derrumbe de una vieja casa a 400 km de distancia. Tuve que volver, con la suerte de ir acompañado de una esperanza que me levantaba a cada mal paso entre las cenizas.
Al llegar, encontré una estatua al borde de un abismo, cubierta de un polvo que no indicaba estrellas porque ya contenía un Universo entero sobre sus rodillas. Las grietas en su mármol, como agujeros negros que habían acumulado toda gravedad, la hacían frágil al contacto.
La esperanza ya había marchado y entre mascarillas para no manchar mis pulmones empecé a limpiar, dejando la pena a un lado y buscando a través de las ruinas cualquier resto que pudiera salvarse. Un rosal lleno de espinas empezaba a brotar con fuerza. ¿Cómo hubicarme en ese paisaje conocido pero distinto? ¿Por dónde empezar si a cada intento de avanzar ese entorno desapacible me cubría más y más?
Me clavé una espina; la de un cactus con dos brazos olvidado en lo que fue un rincón ahora al aire. Y entonces lo vi; es un cuadro del pasado y la nostalgia un derribo.
Entre lagrimas, otra llamada me sorprendió y la esperanza volvió para recordarme que con ella se camina hacia adelante. Que mi camino está por andar en la dirección que mis pies le marquen. Míos. Hacia mis nuevos paisajes. ~Y ojalá que esa esperanza siga~
29/5/20
Marcada
Los redondos ojos de la joven hacían chiribitas iluminados por la luz del fuego. La luna llena brillaba sobre su cabeza. Cuando hubo pronunciado la última palabra del texto, apareció de entre las llamas una bestia peluda de grandes cuernos. El Momotxorro, mitad hombre y mitad toro, acababa de presentarse ante ella haciendo sonar un cencerro que llevaba a la espalda y portando su horca de madera ensangrentada.
̶ Tú… ̶ vociferó el Momotxorro con una voz grave que parecía provenir de los infiernos. Ella era incapaz de articular una sola palabra ̶ . Me has despertado. ¿Quién eres?
̶ Yo, yo… ̶ El viejo libro que portaba entre sus finas manos cayó al suelo.
̶ ¡¿Quién eres?!
̶ Me llamo Aintzane… Aintzane Adarra.
̶ Adarra… JA JA JA JA. ¡La quinta sorgina!
̶ ¿Sor…gina? ̶ balbuceó la joven.
̶ Pronto te reunirás con tus otras cuatro hermanas brujas.
̶ ¡Brujas! ̶ Dio un paso atrás.
̶ Y sellarás los cuatro elementos. Sí. ¡Y yo reinaré de nuevo sobre el valle! JA JA JA JA.
̶̶ Pero…
̶ No temas. Tu abuela te está esperando.
A lo lejos, sumergidas en la frondosidad del bosque, se oyeron las voces de mujeres que le invitaban a unirse a ellas para cantarle a la luna llena. Un soplo de aire apagó el fuego y con él empezó a llegar la niebla. Las pupilas de la chica empezaron a dilatarse y se perdió entre la maleza.

Mal de miradas
Una anciana vociferaba y hacía sonar una pandereta mientras danzaba en mitad de la plaza mayor de Sibiu. Vestía harapos de colores llamativos, un pañuelo atado a la cabeza dejando a la vista dos largas trenzas y otro rodeando su cintura del que colgaban consecutivas monedas que hacía sonar en cada movimiento. Dejó sobre el suelo una cesta de mimbre al tiempo que Tim y Guillermo se volteaban para atender al jaleo.
̶ Ya está de nuevo la gitana con su brujería ̶ se quejó Guillermo.
̶ Vámonos, anda ̶ contestó Tim mientras soplaba sus manos para calentarlas del frío rumano ̶ . La última vez me miró a los ojos y todo me fue mal. Hasta perdí la bolsa entera de monedas.
̶ No es astuta ni nada la vieja ̶ rió Guillermo.
̶ Que nos va a echar un mal de ojo, verás ̶ insistió Tim ̶ . ¡Yo me voy!
̶ ¿Pasas los 40 y aún crees en estas cosas?
Entonces la gitana paró su actuación de golpe cayendo al suelo helado estrepitosamente y la plaza entera quedó en silencio. Todas las personas que compraban en los puestecitos se giraron sorprendidas para ver qué había ocurrido.
Tras varios segundos inmóvil, la mujer empezó a girar sobre sí misma balbuceando palabras incomprensibles. Se soltó el pañuelo de la cabeza y las trenzas y paró de golpe boca bajo con las manos apoyadas en el suelo como si fuese a coger impulso para echar a correr. Sin despegar la barbilla del suelo, miró a Guillermo directamente a los ojos. Comenzó entonces a recitar en rumano:
“Mulți privesc, / Muchas miradas,
multe șoaptă. / muchos cuchicheos.
Crezi că știi totul, / Crees saberlo todo,
Aparențele sunt înșelătoare. / las apariencias te engañarán.
Luați acest dar, idiot. / Acepta este regalo, idiota.
Pacea să fie cu tine. / Y que contigo esté la paz”.
Soltó una larga carcajada burlona y se giró lentamente sobre el suelo para ponerse boca arriba. Corrió hacia su cesta que había quedado a cierta distancia, la asió, la portó hasta estar frente a Guillermo, escupió al suelo y se la entregó. Este la aceptó sin pensárselo dos veces con una media sonrisa en la boca. La anciana salió corriendo olvidando su pañuelo en medio de la plaza. Todos miraban boquiabiertos a Guillermo.
̶ ¿Qué pasa, os asusta una vieja chiflada? Ja, ja, ja, ja ̶ gritó Guillermo alzando la cesta.
La gente se santiguó apresuradamente y siguió entonces con sus quehaceres sin querer saber más sobre el asunto.
̶ ¡No la abras! ̶ gritó Tim asustado ̶ . Seguro que hay alguna víbora o algún cuervo que te sacará los ojos. ¿No has visto cómo te miraba? Lo mismo ha invocado a algún demonio con esas palabras. Déjala en el suelo y vámonos.
̶ Pues sí que parece que haya vida aquí dentro ̶ dijo Guillermo mientras zarandeaba suavemente la cesta al lado de su oreja ̶ . Ha dicho que es un regalo, ¿no? Pues…
Y comenzó a abrir una de las tapas de la cesta. De su interior salieron dos palomas blancas que se posaron en los brazos que Tim había puesto en alto tratando de protegerse de las sombras voladoras que le atacaban. Guillermo se echó a reír al verle encogido sin querer mirar qué eran en realidad.
̶ Abre los ojos, idiota.
̶ ¡Los tengo encima! ¿Qué son? ¡Guillermo, sálvame! ¿Guillermo?
Viendo que su amigo no le contestaba, Tim empezó a abrir los ojos lentamente. Al ver las aves, relajó la cara y bajó los brazos adoptando una postura menos tensa. Sonrió.
̶ Mira, Guillermo. ¡Son palomas! Y creo que les he gustado.
̶ Sí, Tim. Parece que sí. Ja, ja, ja.
Tim pasó una paloma a Guillermo y se puso a acariciar y hablar a la suya. Guillermo sin embargo, aunque sonreía ante la felicidad de su amigo, se había quedado pensativo. Algo le hacía runrún en su cabeza. Lanzó una mirada en dirección a la esquina de la plaza por la que había salido la gitana. A los pocos segundos, había dado con la respuesta. Se percató entonces de que el pañuelo todavía estaba en el suelo y se acercó a recogerlo.
̶ Pues sí que es un regalo. Y muy suavecito y bonito, ¿verdad que sí, chiquitina? ̶ dijo Tim achuchando a la paloma.
̶ ¡Pues sí que es bruja! ̶ exclamó Guillermo al situarse de nuevo junto a Tim.
̶ ¿Eh? ̶ dijo Tim sorprendido levantando la mirada hacia su amigo.
̶ Es bruja ̶ se repetía a sí mismo mientras miraba el pañuelo ̶ . Es bruja y me ha curado de la ceguera.
Las primeras gotas de lluvia
Aún no llovía cuando se vistió con su chubasquero favorito, el amarillo, y salió a la calle algo apresurada. Bajó unas cuantas escaleras y subió alguna cuesta hasta que llegó al borde de la muralla. La luz tenue del horizonte y el brillo sobre el río que circundaba los altos muros le hicieron detenerse.
Fue entonces cuando sacó el primer cigarrillo, guardado en una pitillera de cuero anaranjado con las iniciales 'LF', de su bolsillo derecho.
Con la capucha puesta, los pelos del flequillo le cosquilleaban la frente. Meneó la cabeza y se echó el pulgar más que mordisqueado de la mano izquierda a la boca.
El tiempo iba pasando cuando llegó el segundo cigarrillo, y con el tercero, la lluvia. Lo apagó entonces en un agujero del cemento. Levantó la vista hacia los montes que rodeaban la ciudad y se dispuso a volver a casa.
Pero de pronto, la voz de una niña a sus espaldas le sobresaltó. Iba de la mano de su padre y vestía un chubasquero amarillo idéntico al suyo. Cantaba y daba saltos de alegría porque por fin había empezado a llover. Fue en ese momento, admirando la felicidad de padre e hija, cuando las primeras lágrimas le emborronaron la visión. El preciso instante en el que aceptó que su padre no estaría esperándola a que llegase a casa después de clase, que nunca más ocuparía un asiento de la primera fila en una de sus actuaciones, que ya no iba a estar para protegerla de sus pesadillas.
'LF' había fallecido esa misma mañana.
03/01/18

Recuerdos sin personas
El derrumbe de una vieja casa abandonada en mitad de la nada; un sonido tan ensordecedor que ningún humano podría oírlo.
Sin embargo, la tierra sobre la que cayeron los escombros supo percibirlo como un grito de auxilio desesperado. Una historia llegaba a su final. Cualquier indicio de una vida pasada era ya como el sonido de un pequeño escarabajo en mitad de la selva.
Nimio.
Vistas
Adoro estas vistas. Mi playa. Mi mar. Las adoro tanto que siempre he dicho que cuando yo muriera deberían lanzar mis cenizas por este acantilado si quieren que descanse en paz. Es un lugar perfecto. El sol del atardecer te enrojece las mejillas y te calienta para aguantar el fresco en la vuelta a casa. Aunque este ya sea tu hogar. El sonido de las olas te relaja tanto que te olvidas de pensar. Dejas llevar tu respiración. Uno de esos momentos en los que inspiras profundamente, el aire te da en la cara, te hace cerrar los ojos y sonreír. Momentos de paz.
Pero la mente no descansa. Son escasos los segundos en los que deja de pensar. Va por su cuenta, hace caso omiso al resto del cuerpo que queda en estado de relajación. Eso le hace tener tanta fuerza, es muy poderosa. Hay que mantener la cabeza sana. Por eso mismo me gusta tanto venir al acantilado, para ordenar mis ideas a solas.
En alguna ocasión del pasado mi mente utilizaba ese momento para divagar. Veía a un perro y paraba a pensar en cómo sería la vida desde sus ojos. Pensaba qué le diría una madre a su hijo llorando porque lo había revolcado una ola cuando ya le había dicho que no se metiese más en el agua. Pensaba en cuánto se querrían de verdad la pareja que paseaba de la mano y paraba cada dos pasos a mirar el horizonte y besarse.
Muchas otras veces, la mayoría, pensaba en cosas abstractas o trascendentales. Miraba todos los acantilados a mi alrededor, veía gente como puntos microscópicos en la distancia. Me sentía pequeño. Insignificante. ¿Cuántas veces hemos deseado cambiar el mundo y visto que solos no podemos ni cambiar lo que pasa en nuestras vidas? Muchas veces influye el exterior, ni siquiera gobernamos sobre ellas.
Son demasiados los momentos en los que, estando en casa, he hecho como en el acantilado: me he olvidado de pensar y he actuado según mis instintos. El problema es que no siempre eso es bueno. En casa hay gente, personas que amo y a las que he hecho daño al pensar.
Mi mujer ha recibido golpes injustos, tiene marcas que no debería. Todo por mi culpa. No sé cuándo pasó, pero me convertí en algo que no era, que no soy. Por eso me gusta este lugar. No hago daño a nadie al no pensar y al pensar siempre aprendo. Cuando pensaba en casa, las cosas tampoco acababan bien. Machista es la palabra que mi hijo utilizaba. ¿Por querer que mi mujer me quiera y me cuide? ¿Que se encargue de las tareas del hogar que yo no puedo hacer al llegar cansado del trabajo? ¿De estar bien arreglada para mí porque la quiero y tengo ganas de follármela? Hasta hace no mucho pensaba que no. Me daba respuestas equivocadas. Me creía el jefe, su dueño. Que el mundo entero era mío y podía hacer lo que quisiese. Iluso.
Ahora no soy lo que era, pero tampoco soy. En el acantilado he forjado mi filosofía. He descubierto qué clase de persona era realmente. Lo que veo son mis cenizas. A mis seres queridos sintiendo, con algo de tristeza, lo que yo solía sentir: alivio al admirar la belleza de la naturaleza. La mayoría trata de disimular que siente esa paz por respeto y me encantaría decirles: "Dejaos guiar por las verdaderas emociones, disfrutad del paisaje, no penséis. Aquí podéis no hacerlo".
Lo que siento es el calor del sol, el movimiento del aire que esparce mis restos, el amor de la gente a la que he hecho daño. Lo que oigo es el ir y venir de las olas, la respiración cada vez más relajada de los ahí reunidos. Ahora descubro lo que el mundo es. Lo que la vida es. Ahora que la he perdido. Sé que solo puedes ser perro para saber cómo mira uno. Que solo la madre sabe cómo reaccionar al ver a su propio hijo llorando. Solo unos enamorados soben ver en el momento y lugar en el que tú también te encuentras lo que ellos ven.
Sé que era muy poco persona al tener esos valores. Al no respetar a esa hermosa mujer que, con un moratón en el costado, está haciendo que se sobre el mar recordando a un imbécil que no se la merecía. "Lo siento, Isabel". Quiero decirle. "Lo siento" Pero llego tarde. Tantas veces que mirando al mar meditaba y no es hasta ahora cuando he abierto los ojos y no hay bastante altura ni la suficiente profundidad para gritar mi perdón. "Vuélvete a enamorar, Isabel".
2015
Cortes
(TW AUTOLESIONES)
He vuelto a caer. Es mi pequeño secreto. Los auriculares en las orejas, la música al máximo volumen, la canción en bucle. Soy una pequeña sombra en un rincón de mi habitación. La sujeto con el dedo índice y el pulgar de la mano derecha. Con delicadeza, es demasiado fina. Me siento un monstruo al ver lo mucho que me tranquiliza sentir el frío metal rasgando mi piel lentamente. Un escalofrío. El calor de la sangre resbalando por mi muslo la contrasta. Pero yo sigo frío, muy frío, porque he vuelto a caer en medio del océano en el que me ahogo. Un océano inmenso de lágrimas. Los demonios me arrastran hacia el fondo. Lucho contra ellos pero saben nadar mejor que yo. Bajo a las profundidades.
Tengo tantos recuerdos suyos en la mente. Pensamientos negativos y buenos se entremezclan. En mis oídos el cantante grita despojándose de sus miedos, sus frustraciones, su rabia. Suena "Can you feel my heart?" Pero no, yo no siento mi corazón. Es como si alguien me lo hubiese arrebatado. Mi padre.
Me siento deshecho por dentro, inerte. Lo único que me hace sentir vivo es el filo de la cuchilla. Me relaja. Lo odio. Se ha convertido en una especie de droga, lo único que consigue evadirme. El dolor interior sale de mi mente con cada gota de sangre. Así se presenta como un dolor real. Lleva con él la sensación de estar llorando por un motivo. Tengo que acabar con ello pero no sé cómo. Al menos no es alcohol. Con esto no hago daño a nadie. Odio el alcohol desde que mi padre apareció borracho a las doce de la mañana con una bolsa de churros chiclosos y sin decir nada me los lanzó a la cara y subió a dormir a su habitación. Otra vez él.
Es mi padre, pero, ¿eso qué significa? Son tantas veces las que ha dicho: "Tendría que irme de esta casa y no volver" y tantas las que me he dicho a mí mismo: "Ojalá, ojalá te suicides, ya que tanto lo repites, y nos dejes en paz", que ya no lo sé. ¿Puedo seguir queriendo a la persona que más daño me ha hecho? ¿Lo merezco? ¿Merece él mi odio? Porque le odio, de verdad. Y eso le hace daño a él. Y a mí.
¿Y mi hermana? No ha presenciado nada. Sigue siendo feliz. Pero acabará contagiándose con el virus de esta casa. Demasiado rencor de un día caluroso. Si ese día hubiese sentido un poco del frío que siento ahora mismo, si mi padre en primer lugar y mi madre después también lo hubiesen sentido, ñas cosas serían distintas. No habría tenido que escuchar de la boca del que yo llamo el monstruo de las profundidades un: "Ojalá te hubiese matado entonces". Un día demasiado caluroso. Hasta las lágrimas me quemaban las mejillas.
Olvidar es muy difícil, casi imposible, pero no dejo de escuchar que hay que perdonar. Muy complicado también. Demasiado. Y más cuando todo se acumula en mi pecho aunque me empeñe en sacarlo con cada corte. Quedan marcas. Marcas que cicatrizarán y ya no se borrarán jamás. ¡Pero estoy harto! Tengo que hablar con él. No aguanto más. Tiene que saber qué siento.
Bajo a las profundidades. Al salón donde lo dejé tras discutir esta mañana.
--Papá, ya no puedo más.
No sé qué le pasa. Está ensimismado mirando su pacharán. No me escucha. Como de costumbre.
--Deberíamos hablar porque...
--Lo sé y...
Nunca me deja hablar. Tiene que tener la voz cantante.
--Papá por favor. No me cortes, en serio. No me cortes.
--Perdón cariño, dime.
--Llevo toda la tarde pensando y tenía que hacer algo antes de que me estallase la cabeza. Estoy muy cansado de oír gritos, papá --incluso en las canciones-- de estar siempre riñendo. Porque te quiero aunque a vece me llegue a parecer que no. Y es que me duele tanto que me doy cuenta de todo lo que te quiero y que no quiero perderte. Pero lo estamos haciendo. Nos perdemos.
Es raro. Ahora no gesticula ni una palabra. Solo la mueca con el labio inferior tapando el superior cuando ha bebido algo de más.
--He llegado a tener mucho miedo, papá. Miedo a que en tu locura no te pudiese recuperar jamás.
--Lo siento. De verdad. Estoy muy orgulloso de ti, Asier. Aunque no te lo haya dicho. Porque sé que lo has pasado mal. La que peor. Pero ahí sigues. Te quiero, cariño. Te quiero mucho y te juro que no me voy a ninguna parte. Yo tampoco te quiero perder. Ni a ti ni a tu hermana. No cambies. Yo tengo que hacerlo. Pero necesito que Andrea y tú estéis conmigo. Solo no puedo y es así como me siento.
¿Ha pensado en sus actos? ¿En mí? ¿Orgulloso? Salto a llorar a sus brazos. Él llora también. Han pasado 10 minutos que nos han tranquilizado. Sin movernos. Como de recién nacido cuando el reflujo me despertaba a media noche y él se levantaba para acunarme. Entonces sentí mi corazón latir con fuerza. Incluso empecé a escuchar mi estómago vacío desde que dejé a medias el primer plato ese mediodía.
--La verdad es que tengo algo de hambre. ¿Cenamos juntos y vemos la película de la que me hablabas esta mañana?
--Ahora mismo, pero espera que primero tire este pacharán.
Ojalá todo empiece aquí de nuevo.
2015
Justo
El día que quiera escribir un libro voy a ir a la estación de autobuses. Siempre ocurre algo interesante, siempre hay personas-personajes que podrían ser los protagonistas de cualquier libro, cuyas vidas llamarían la curiosidad de la gente, que te darían una historia única. Como la de un hombre que llamó mi atención el sábado mientras esperaba para coger el autobús de vuelta a mi pueblo. Era un señor que lo justo podía moverse ayudado por una muleta, lo justo podía ver por los párpados hinchados que le impedían abrir los ojos y lo justo podía hablar con una voz muy ronca que salía de su garganta con mucho esfuerzo, como si quisiera guardar las palabras para que no se perdiesen.
Deambulaba de un autobús a otro hasta que el chófer le indicó cuál era el correcto. Es sorprendente cómo inconscientemente atribuimos determinadas características a las personas con solo la primera impresión: debido a que aquel hombre hablaba bajito, el chófer le gritaba amablemente como si no tuviese pérdida de oído. Tal vez oyese mejor que los demás. El caso es que este señor le confesó al chófer que no creía tener el dinero suficiente.
-A ver, enséñeme cuánto lleva-le dijo-. Si tienes de sobre, ¡mira!
Y mientras nos miraba de reojo al resto de pasajeros que observábamos la escena, sacó un euro del bolsillo y se lo coló en la palma de la mano diciendo: "Pareces mi hijo. Míralo, ¡es mi hijo!". Y siguió mirándonos como si quisiera hacernos cómplices, como queriendo que nuestras miradas le devolviesen un "no hemos visto nada".
El chófer volvió a su autobús y yo dejé pasar al hombre delante para que montase en el nuestro. Me senté cerca de él. Había muchos asientos libres pero yo quería estar cerca para observarle. Me parecía una persona interesante, peculiar, un personaje en potencia.
Estaba enzarzado en hacer una pulsera de hilos cuando le escuché pedirle el teléfono al chico que estaba detrás de mí. Este le dijo que tenía poca batería y que se le iba a apagar en cualquier momento. Un minuto después, ensimismado con mis hilos, no me percaté de que lo tenía a mi lado y me estaba haciendo la misma pregunta que al joven. Le contesté con un "sí, claro" que significaba sí, tengo móvil y sí, te lo dejo (pero por favor, quédate cerca que quiero seguir escuchándote). Me pidió que marcase yo el número. Lo hice y se lo pasé. Es irónico que aunque me diese cuenta de cómo el chófer se había dejado llevar por suposiciones, yo hice lo mismo y le dije: "Un segundo, que suba el volumen".
Empecé a imaginar su historia sin inventar demasiado. Llamaba a una mujer, su hija, para decirle que no podía asistir a la cita de ese día, una comida, pero que se verían al día siguiente. Colgó y me lo devolvió; fue una llamada rápida.
De vez en cuando seguí levantando la vista de la pulsera para observarle. Estaba fascinado. Lo justo podía moverse en el asiento, lo justo podía coger cosas del bolsillo, lo justo podía mantenerse despierto.
Me pregunté cuál sería su ilusión en la vida, si aún tendría una. Vi que llevaba un paraguas aunque solo chispeaba. Eso me hizo pensar que, por enfermo que estuviese, seguía preocupándose por mantener la poca buena salud que le quedaba aunque le complicase el andar con la muleta. Seguro que de joven era una persona intrépida e inquieta. Seguro que había sido el alma de todas las fiestas de los pueblos a las que iba en verano con su cuadrilla y en las que sacaba a bailar a todas las chicas. Pero ahora se le veía tan mal, tan machacado. Si al menos mantenía una ilusión.
No pude evitar pensar en mí mismo, ser un poco egocéntrico y pensar en mi futuro. ¿Quién sabe cómo voy a llegar a esa edad o si voy a llegar siquiera? Volví a acordarme de su hija. Seguramente ella le quisiese muchísimo pero en ese estado podía ser una carga para ella y le doliese mucho verle así.
Pensé entonces en mi abuelo. Tiene cáncer y está bastante grave. Ahora que se acercan las navidades, no sé qué vamos a hacer. Si lo celebraremos todos en su casa pero con cuidado de no hacer mucho ruido y que le moleste, si él saldrá de la cama, si será mi abuela la que venga a casa para no molestarle o se quedarán los dos tranquilos. Es como en esa película de Jaco Van Dormael en la que en una de las posibles vidas del protagonista están celebrando el cumpleaños de una de sus hijas y a su mujer le molesta la música. Ella tiene depresión y está siempre tirada en la cama. Entonces él le dice que es el cumpleaños de la mayor de las tres. La madre se arregla a toda prisa y va a hacer el tonto con los niños de la fiesta. Incluso consigue que todos griten al mismo tiempo. Se convierte en "el mejor día en mucho tiempo".
En ese momento me prometí a mí mismo que si alguna vez me encontraba en esa situación, mi ilusión sería mantener a mi familia feliz a pesar de quea mí mismo me costase, que me viesen alegre hasta el final para que no se preocupasen. Preferiría el dolor de cabeza y tragar mi irascibilidad, que estar solo. Oír risas que el silencio. Animar a mi familia a que piensen que "es que el abuelo está malo". A coger el paraguas, en vez de un último resfriado.
2015