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Juego de niños - La guerra de Oleg

  • Foto del escritor: Asier
    Asier
  • 26 mar 2020
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 22 may 2020

Lanzar piedras a unas botellas viejas hasta cortarse con un cristal, pelear entre sábanas hasta que uno caiga del colchón al suelo o disparar a una rana hasta ver la sangre brotar pueden parecer un juego de niños y sin embargo, esconder algo mucho más profundo: el miedo, la frustración y la necesidad de sentir el control, de canalizar la violencia originada por una guerra de mayores inalcanzable a comprender desde la inocencia de la niñez.



¿Dónde queda la infancia de los niños cuando sus casas, las escuelas, los ríos donde juegan se encuentran a una milla del frente de guerra? Simon Lereng Wilmont juega con la cámara y la mirada protagonista de un niño ucraniano de 10 años en 'La guerra de Oleg' (2017), ópera prima en solitario premiada internacionalmente, para descubrirnos a través de ellas la realidad de quienes viven en Hnutove, un pequeño pueblo de Ucrania que sufre el conflicto de su gobierno y los separatistas pro-rusos.



Wilmont advierte en este documental observacional la madurez por adelantado de Oleg al hacer protagonista su mirada preocupada, silenciosa y absorta en tratar de comprender su entorno. Un niño que guarda silencio y con el que muestra hacerse cargo de su situación, de los cuidados a su abuela y su primo pequeño Yarik en los momentos más débiles física y mentalmente. Este director muestra la niñez obligada a desaparecer y comportarse como un adulto sin miedo, que no da paso al llanto o la debilidad. Porque Oleg juega a ser mayor, observa y prueba para obtener la aprobación de los adultos, porque él ya es mayor, lo suficiente como para cortar un tronco con un hacha sin que se le resbale.



Una realidad muy cruda que congela los huesos cuando el terror se hace explícito a través de la risa nerviosa de Yarik que lucha por mantenerse feliz. Cuando el ocio es abandonado al escuchar, gracias a una recreación sonora sin ningún tipo de censura, los misiles siendo proyectados, rompiendo el aire a su paso sobre el pueblo, cayendo con gran estruendo cada vez más cerca. Así pues, el sonido destaca en el filme por su gran impacto, al igual que lo hacen la voz de los protagonistas en contraste con sus gestos y actitud cobrando un significado muy concreto en su contexto; la guerra y el tratar de aparentar normalidad.


Es además la voz hasta entonces acallada de la abuela la que abre el filme con voz en off. Es su visión poética propia de alguien que lleva tiempo examinando en silencio, la que describe los acontecimientos clave mimetizándolos con el paisaje y las estaciones. "La guerra trae con ella sus propias estaciones (...) el alto al fuego es cuando la esperanza florece. Como verduras que podemos conservar en botes de cristal. Así cuando esa estación se acaba, podemos saborear su recuerdo".



Una vida y unos ojos cansados que contrastan con la vitalidad de los pequeños. Unos ojos que se fuerzan en vislumbrar esperanza entre la oscuridad y el humo de la guerra. Oscuridad que se hace patente con la escasa iluminación en la imagen. La noche donde comienza la acción y los interiores que se convierten en refugio para no verla.



Antes de finalizar el largometraje, acaba el filme a manos del director que abandona este hogar. Sin embargo, estas realidades continúan, el miedo continua. La guerra y el sufrimiento de los más inocentes quiere resaltarse como última voluntad a través del archivo casero grabado por la propia abuela.



Por este abrir los ojos, 9.

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